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LAS MONEDAS EMBRUJADAS

Luis Toral Moreno
Hace muy pocos años conocí en la ciudad de México, a un joven muy simpático, que en esas fechas estaba estudiando ingeniería civil y, según la opinión de todos sus compañeros y amigos, era muy inteligente y estudioso. En una ocasión, platicando con él, me llamó la atención que cuando tosía o se reía, como que su tos o su risa tenían un ligero parecido al ladrido de un perro. Era un parecido verdaderamente lejano que casi nadie sería capaz de percibir; pero yo si lo noté, quizá por mi afición de toda la vida a estudiar y comparar (y con frecuencia a criticar) de detalles del modo de hablar de las personas de cada región, en especial de los habitantes del Distrito Federal. Me atreví a preguntarle ( a riesgo de que no le pareciera ni cortés ni oportuno mi pregunta, como ya me ha sucedido con otras personas) si tenía yo razón en figurarme que había algo especial en su tos y en su risa. Se ruborizó un poco y me dijo que,como sabía que a mí me gustaban los cuentos de encantamiento, brujas, hadas, geniecillos, etc., me iba a contar todo lo que a él le había sucedido, para que sirviera de escarmiento a los niños y jóvenes que se quisieran portar como él se había portado. Lo único que me suplicó fue que en mi narración use nombres fingidos para él y para las otras personas que aparecen en esta historia, para que nadie pueda identificarlo. Por supuesto que se lo prometí; así es que ya saben los lectores, que todos los nombres los inventé yo, y que cualquier semejanza que resulte con personas vivas o difuntas es mera coincidencia. La única advertencia que haré, antes de empezar ya el cuento, es que todo lo que aquí relato es lo que mi joven amigo me confió, sin quitar ni poner nada de mi cosecha. Cada lector tiene completo derecho de juzgar si la mayor parte del relato (si no es que todo) fue producto de la imaginación del protagonista o aconteció realmente. Creí necesaria la advertencia, porque mis lectores conocen mi afición a todo lo fabuloso y podrían achacar a fantasías de mi mollera, lo que yo digo que es la fiel relación de lo que me contó mi amigo. En una casa de una calle de la Colonia Irrigación, Presa de la Anchura número tantos, habitaba Don Plutarco, un caballero de unos sesenta años, y con el vivía un joven de unos doce años, llamado Inocencio. No eran parientes uno al otro, sino que el señor era el profesor de todas las materias y el niño era su único alumno y pupilo. No me he puesto a averiguar, ni creo que a ninguno de mis lectores les interese saber, por qué Inocencio vivía con su profesor en vez de vivir con sus padres (quizá era huérfano) y si Don Plutarco cobraba (y cuánto por la enseñanza) y asistencia de Inocencio y tampoco por qué Inocencio estudiaba con Don Plutarco, en lugar de hacerlo en una escuela pública o privada. El hecho es que el maestro estaba muy contento y satisfecho de ser el preceptor de Inocencio, que era un niño muy ordenado, estudioso y obediente, y a su vez, el niño estaba encantado con las enseñanzas y con el trato que recibía de Don Plutarco, que se portaba con él como el mejor padre. Ahí lo dejamos, sin meternos en lo que no hace al caso para el desarrollo de esta interesante historia. Como parte integrante de la educación de Inocencio, acostumbraba Don Plutarco salir a pasear con él, unas veces en la ciudad, otras por diferentes partes de la República. Siempre una parte de esos paseos era a pie, pues Don Plutarco opinaba que eso deba ocasión a hacer comentarios instructivos sobre las personas con las que se cruzan y sobre los incidentes insignificantes o importantes que ocurrían a su paso. Como esto es un cuento y no un tratado de pedagogía, no hay razón para detenernos a calificar la bondad y eficiencia de este procedimiento pedagógico. Un día, el paseo a pie fue por los puestos del mercado de La Lagunilla, donde venden de todo y a donde acuden a comprar personas de todas las clases sociales. Cuando andaba por allí filosofando con mucha sencillez Don Plutarco, se tropezaron maestro y discípulo con un perro esmirriado de raza indefinida que andaba buscando algo de comer. El perrillo, tan luego como vio a Inocencio se puso a menear la cola y a hacer todas las señales posibles de alegría para llamarle la atención. Inocencio, por lo pronto, no le hizo caso, pero a los pocos minutos no pudo dejar de darse cuenta, de que el can no se le desprendía ni un momento y lo seguía siempre haciéndole festejos, como si el fuera su amo. Inocencio se compadeció del perrito y le suplicó a su maestro que le permitiera llevárselo a su casa para por lo pronto, darle de comer y para quizá adoptarlo. El maestro aceptó provisionalmente. Al llegar a casa y luego que Inocencio dio el perro una comida suficiente, pero moderada, le dijo a su maestro: _ Yo le veo a este perrito en la mirada, como que tiene grandes deseos de platicar con nosotros. Usted me ha dicho varias veces, que desde su juventud ha sido aficionado a la magia y conoce muchos secretos mágicos. ¿ No sería posible que pudiéramos hacer hablar a este perrito para saber qué es lo que quiere decirnos ? _ Déjame estudiar esta noche el asunto, le contestó Don Plutarco, tengo entendido que entre mis libros de magia hay uno que figura una receta para hacer hablar a los perros. Por lo pronto, que pase la noche con nosotros, no dentro de la casa, por que no está tan limpio que digamos, pero en un lugar abrigado del patio. Así lo hizo. Al día siguiente en la mañana, después de desayunar ellos y de dar de desayunar al perro, le dijo Don plutarco a Inocencio: - Sí encontré la receta y ya preparó todo con esmero, la poción indicada; hay que dársela en dos tomas: una a las once, once de la mañana (hora astronómica del meridiano de México) y otra cuatro horas y cuarenta y cinco minutos después, o sea a las tres cincuenta y cinco de la tarde. Naturalmente, en el libro de magia de Don Plutarco, todavía no se usaba eso de las quince horas, ni menos el disparate mal sonante de las quince cincuenta horas. Don Plutarco aprovechó la ocasión, como siempre lo hacía, para darle una lección a Inocencio; por eso no tengo mas remedio que incluir aquí esa lección, porque Don Plutarco lo puso como condición; si los lectores quieren aprovecharla, bueno, y si no, ni modo. - Mira, le dijo, cuando se trata de tiempo, es innecesario meter la palabra horas: si dices: esto ocurrirá a las diecisiete treinta, todo mundo entiende que se trata de horas y minutos y no de cacahuates y piñones; si quieres evitar la imprecisión dices: esto ocurrirá a las diecisiete horas, treinta minutos; con una sola palabrita “minutos”, queda todo completamente claro y dicho en buen español y no en pedantesco mal español. _Qué te parecería que la verdulera, cuando le preguntes el precio del kilo de jitomate te conteste: Ay, siñor, hoy está a dieciocho cuarenta pesos, en vez de dieciocho pesos cuarenta centavos o simplemente dieciocho cuarenta? Agregó Don Plutarco (después de la lección): se dan las dos tomas en sabroso caldo de carne para jugo, aunque resulte caro (estratosférico que era el precio que teñía la carne cuando sucedió esto y lo aprisa que sigue subiendo a más velocidad que el “Voyager” que ya va acercándose a Urano o a Neptuno o a Plutón, o a quién sabe qué otro planeta hasta ahora desconocido). Si al tomar la segunda toma, empieza a hablar el animalito, es señal de que era un niño que algún hechicero convirtió en perro; si no habla, es señal de que desde que nació era perro y perro seguirá siendo todos los muchos o pocos días que le queden de vida y nunca hablará por más lucha que le hagamos. Se le dieron las dos tomas en los tiempos prescritos y apenas se había comido la segunda hasta dejar vacío y limpio el plato (pues después confesó, estuvieron sabrosísimas las dos raciones), se soltó dando las gracias a maestro y discípulo con muy agradable voz humana, juvenil y con palabras apropiadas y corteses. Se puso contentísimo Inocencio y satisfechísimo Don Plutarco al ver que había dado resultado el remedio empleado, lo que indicaba que todavía seguía siendo un mago con toda la barba (en sentido figurado, porque él no usaba barba). Casi arrebatándose uno al otro la palabra, le pidieron al perro que satifaciera su enorme interés y curiosidad, haciéndoles saber con todo detalle quién y por qué lo había convertido en un perro tan corriente. Cómodamente sentados en sillones en la sala maestro y alumno y bien sentados (a la perruna, naturalmente) el animalito, comenzó: - En una modesta pero cómoda casa de la colonia Irrigación, vivíamos mi querida madre, una señora viuda, y yo, su hijo único de doce años de edad, de nombre Benito. (Ya sabemos que ese no es el verdadero nombre; lo que sigue tuve que improvisarlo de repente) Mi madre quiso ponerme ese nombre (que equivale a Benedicto o bendecido) porque Dios, le había concedido tener un hijo al cabo de muchos años de matrimonio. Continuó narrando el perro: Mi padre debe de haber muerto cuando yo era muy chiquito, por que no lo recuerdo para nada; solo conozco cómo era por lo retratos que conserva mi madre. Pero parece que no la dejó completamente desprovista de recursos: nunca le he oído decir que esté apurada de dinero y es propia la casa en que vivimos. Ahora, muy avergonzado y arrepentido, confesaré que yo era muy mal estudiante; con mucha frecuencia hacía la pinta (es decir, faltaba a la escuela) para ir a pasear al Bosque de Chapultepec o al centro de la ciudad ( porque , cosa rara en un muchacho holgazán, siempre me ha encantado visitar toda clase de museos, edificios coloniales, monumentos, etc. Naturalmente tenía que ser también mentiroso: cuando llegaba a casa más temprano de lo debido, a mi mamá le salía con que era el cumpleaños del director, que hubo una junta del sindicato de maestros, que estaban pintando el salón de clases; lo que primero se me ocurría. Pero la mayor parte de las veces, para que mi mamá no notara mi falta, me faltaba con salir muy a tiempo de mi casa y regresar muy a tiempo. Una de esas veces que me había ido al Bosque de Chapultepec en vez de ir a la escuela, andaba yo muy contento en lo más intrincado del bosque recogiendo “sombreritos” ( como les llamamos a las tapas de las bellotas de los eucaliptos) que tan agradable pero tan penetrante olor tienen. Estaba yo muy entretenido en eso, cuando me encontré con un venerable anciano de larga barba blanca y vestido con una como sotana negra descolorida (creo que así es la ropa que usan los sabios y los magos, porque así es como representan a Fausto de Mefistófeles). El viejecito aquel, estaba muy ocupado recogiendo y contando monedas de oro que luego guardaba cuidadosamente en un costalito de lona. Se levantó, anduvo unos cien pasos y se volvió a arrodillar en el suelo, volvió a regar las monedas en el suelo, a todo el rededor de su cuerpo y volvió a recogerlas, contarlas y guardarlas. Otra vez repitió las mismas operaciones a otros cien pasos. Yo pensé para mí: Este viejo está loco; a ver si yo me apodero de alguna de sus monedas, que serán más provecho para mí. Para que se vea, cómo es cierto el dicho de que la pereza (en este caso la holgazana) es madre de todos los vicios; yo hasta entonces había sido holgazán y mentiroso, pero nunca le había robado nada a nadie, ni siquiera un lápiz a alguno de mis condiscípulos, y ahora estaba decidido a robarle unas monedas al viejecito. Cuando regó en el suelo las monedas, me acerqué con el pretexto de ayudarle a recoger las monedas y le birlé cinco monedas. A fuerza tenía que darse cuenta, puesto que siempre las contaba minuciosamente al irlas recogiendo. Me reclamó el hurto y yo se lo negué. Entonces se levantó y muy solemnemente me dijo: Te doy un minuto para que me la devuelvas (como él no era del D.F. me dijo “me regreses) las cinco monedas que me faltan; si no, quédate con ellas, pero te advierto que una de ellas está embrujada y cuando quieras gastarla te convertirás en perro. Y pasado el minuto, sin decir ni una palabra y sin dirigirme siquiera una mirada, se alejó. Yo me quedé algo turbado y me estaban dando ganas de devolverle las monedas, pero no lo hice pronto y además ya no estaba a la vista el anciano; yo creo que, como efectivamente era mago, desapareció, se esfumó en el aire. A la hora apropiada llegué a mi casa como si estuviera regresando muy santamente de la escuela y guardé las cinco monedas en mi escondrijo secreto. Por unas dos semanas estuve yendo muy cumplidamente a clases; pero al siguiente lunes me decidí a sacar una de las monedas confiando en que sería muy mala suerte que esa precisamente fuera la embrujada y, en vez de ir a la escuela, me dirigí a la tiendita que en Irrigación tenía un señor Garduño, en la que los niños del rumbo encontraban todos los artículos escolares y también toda clase de golosinas y juguetes. Como el Sr. Garduño tenía tan buen modo para tratar a los niños, con toda tranquilidad me atreví a poner en el mostrador la moneda de oro y a pedirle que me la cambiara, por que deseaba comprarle algunas cosas. Lógicamente le extraño que yo fuera dueño de una moneda de oro y quisiera cambiarla; pero yo ya tenía inventada una buena mentira, una perfecta explicación: que mi mamá me tenía prometido que si en todo un mes me sacaba el primer lugar, me daría de premio una de las monedas de oro que tenía guardadas especialmente para el caso; que yo estaba muy orgulloso de haber logrado las mejores calificaciones del grupo; y por eso, podía con toda justicia gastar algo del dinero en darme muy merecidamente todos mis gustos. El señor Garduño me felicitó efusivamente y desde luego entró en la trastienda y regresó una gran cantidad de pesos que correspondían por la moneda (porque el señor Garduño es muy honrado y nunca se aprovechaba de que éramos pequeños sus clientes). Le compré una pila de cosas: una caja de lápices de colores, un libro de cuentos, dulces, que sé yo. Por varios días pude pasearme en vez de irme a la escuela y gastar en golosinas. Cuando se me acabó el dinero, volví por unos días a asistir a clases por unos dos meses, aunque a veces me hacía la pinta, no me atreví a sacar otra moneda. Pero pudo más la tentación y aunque con más miedo que la primera vez fuí a la tienda del señor Garduño con el mismo cuento del premio a mi buena conducta y cambié sin malas consecuencias la segunda moneda. A los dos o tres meses saqué otra moneda; me propuse tranquilizarme alejando en mi interior que el anciano me había amenazado falsamente y no había ninguna moneda embrujada y saqué y cambié la tercera. Luego le llegó su turno a la cuarta: por un lado seguía queriendo convencerme de que efectivamente no había tal embrujamiento; por las dudas puse las dos monedas y jugué al “de tin marín” y fuí a cambiar la cuarta y todo salió bien, no pasó nada. Con la quinta moneda, finalmente, me tardé más tiempo en decidirme a cambiarla: aunque cada vez me parecía más seguro que no había ninguna moneda embrujada, ya que no lo estuvieron las cuatro que ya había gastado; recordaba la solemnidad con la que había hablado el anciano y, según eso, indudablemente con la que me quedaba era la peligrosa. Por fin me decidí a cambiarla, llegué con la patraña de costumbre; me volvió a felicitar el señor Garduño; puse la moneda en el mostrador; se metió el señor Garduño a la trastienda; probablemente en el momento en que tomó las monedas que me tenía que dar a cambio, me convertí en este perro feo e insignificante que tienen ustedes ante su vista. Hace pocos días me ocurrió este triste emperramiento mío, y desde entonces he estado vagando por toda la ciudad, entre hambres y golpes, en busca de una persona caritativa que tuviera compasión de mí, y ayer por fin encontré a Inocencio y desde luego me dí cuenta de que el me ampararía. Maestro y alumno estaban con los ojos húmedos de llanto, profundamente conmovidos con el relato de Benito (le decimos así porque sabemos que es Benito, aunque todavía tenga forma de perro). Benito también estaba igualmente emocionado, aunque como perro que era no pudo poner la cara compungida. Pasadas todas las expresiones de gratitud del perro y comprensión y cariño de maestro y alumno, Inocencio le planteo a Don Plutarco, el problema del desencantamiento; que si había podido hacerlo hablar también tenía que poder hacer que volviera a ser humano. Don Plutarco se defendió alegando que ordinariamente el único que puede desencantar es el mismo mago o hechicero que encantó; pero ante la insistencia de Inocencio, prometió dedicar toda la noche, si era necesario, para buscar la solución en sus libros de magia. Se dieron las buenas noches y se fueron a acostar Inocencio en su cama y a echar Benito en su rincón. A la mañana siguiente, Don Plutarco anunció que tras cinco horas de hojear libros, en los capítulos correspondientes a desencantamientos de niños o jóvenes, convertidos en perros por culpa de una bribonada cometida en contra de un mago, y comprobar que en todos se ponía como condición que fuera el mismo encantador el que desencantara, por fin en una hoja suelta hecha muchos dobleces, como para servir de señal de uno de los libros, se encontró, desdoblando todos los dobleces, una receta que no tenía dicho requisito. Tenía sin embargo, una nota final indicando que si antes de terminar por completo el procedimiento indicado se presentaba el mago que había hecho el encantamiento y se oponía, no se realizaría el desencantamiento. La receta decía así: Cerciórense previamente de que no es martes ni viernes, que no es 3, 7, 13, 17 ó 23 del mes y que no es un mes que tenga ere en el nombre, así como que el perro no sea negro ni tenga absolutamente ninguna mancha negra, por que cualquiera de esos datos, constituye un impedimento definitivo para un feliz resultado. (Afortunadamente ninguna de esas circunstancias funestas estaban presentes). Trácese una circunferencia y dos diámetros de tres varas castellanas de longitud, que se crucen en el centro en ángulo recto estén perfectamente orientados magnéticamente norte-sur y oriente-poniente, usando una buena brújula. Póngase al perro en el centro, y que caminando hacia el norte, al llegar a la circunferencia y dando vuelta a la derecha. La recorra por completo y regrese al centro; que haga lo mismo al centro caminando hacia el oriente; que haga ahora lo mismo caminando hacia el sur; que haga ahora lo mismo caminando al poniente; al llegar al centro después de este cuarto recorrido y si observaron con exactitud todas las instrucciones, quedará desencantado el perro en cuestión. Todo se hizo con todo cuidado y no se apareció el dichoso anciano mago, terminó diciendo Benito, al terminar el recorrido quedé desencantado y volví a ser Benito de carne y hueso, vestido con el mismo traje que tenía al llegar a la tiendita del Sr. Garduño. Le propuse a Don Plutarco que me adoptara a mí también como discípulo y pupilo, igual que a Inocencio, que yo prometía portarme muy correctamente y que en pago me ofrecía a servir a Don Plutarco como criado, en todo lo que juzgara conveniente. A Inocencio le encantó la proposición y Don Plutarco la aceptó a reserva de que fuera a informarle lo ocurrido a la mamá de Benito y a pedirle su aprobación. La pobre mamá, como pueden ustedes imaginárselo, se puso afligidísima en la noche que no se presentó a casa Benito; muy temprano al día siguiente, fue a la oficina de Policía y el Comisario la tranquilizó, diciéndole que prácticamente todos los muchachos rebeldes, desobedientes, holgazanes o simplemente de carácter aventurero, inventan de repente huir de su casa para ver mundo, pero en el 99% de los casos regresan unos cuantos días después, cuando se les acaba el dinero que se llevaron, bien o mal habido, o sienten hambre, frío o simplementente nostalgia; que le diera una semana de plazo y si el muchacho no regresaba, él (el Comisario) le prometía poner todo el empeño en localizarlo; no se tranquilizó mucho mi mamá y fue a la escuela y allí el director le informó que yo solía faltar con mucha frecuencia hasta semanas enteras, pero que siempre me excusaba diciendo que como mi mamá era viuda y yo su único hijo, la tenía que acompañar a este y el otro negocio dentro y fuera de la ciudad y era yo tan terriblemente listo para urdir mentiras y le daba pelos y señales de los negocios y de los viajes, que siempre me había creído. Volvía asegurar a Don Plutarco que estaba sinceramente arrepentido y con propósito firmísimo de nunca volver a portarme mal y sobre todo a volver a decir ni la menor mentira. Fuimos, pues, a casa con mi mamá que no cabía de gozo al volverme a ver y, cuando le contamos absolutamente todo, incluyendo el arreglo que había yo hecho con Don Plutarco, lo aprobó de todo corazón, con la condición de que le dedicara una tarde a la semana. Para no dejar cabos sueltos, antes de poner punto final a este cuento que quizá haya aburrido por largo, respecto a lo de los asomos de ladrido que siguió teniendo Benito, dice que Don Plutarco le contó que se le había aparecido e sueños, el anciano del costal de monedas y le había dicho que secretamente e invisiblemente había presenciado el desencantamiento y lo había permitido pero a condición que me quedara ese pequeño desperfecto, para advertirme que a la primera mentira no iba a poder reírme ni toser sino a ladridos. El señor Garduño se quedó asombradísimo de que al salir de la trastienda a la tienda con el dinero, había desaparecido el estudiosísimo niño de las monedas de oro; pero no se imaginó que era el insignificante y feo perro que estaba delante del mostrador al que corrió a gritos. Guardó el dinero; pero Benito por vergüenza de tener que contar lo sucedido y que se supiera lo rementirosísimo que había sido, mando por trasmano, algunos meses después, que dispusiera de ese dinero para obras buenas. Creo que ya con eso puedo poner: F I N .
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